Humberto Ak'abal dejó la escuela a los doce años. Con un hatillo en el que había dos camisas y dos pantalones se dirigió a la capital, donde su padre le había encontrado ya un señor al que servir. Del sucio tumulto urbano, tan diferente de las soledades de su infancia, sólo una cosa le asombró: la vitrina llena de libros de La Cadena de Oro. Frente a aquellos volúmenes, abarquillados por el sol, se pasaba los ratos libres. Había una portada que le atraía especialmente: en ella un rostro se desmoronaba o se pudría. ¿Qué contará ese libro?
Llegó a soñar con él. Llegó a fantasear una historia de locos, muertos y brujos. Un día se atrevió a entrar y preguntar el precio: «Dos quetzales con cincuenta centavos», le dijo el librero.
Trabajó duro, trabajó durante meses y meses, dejó de comer, llegó a sisar a su amo, para poder reunir esa cantidad. Aquel libro fue su primer amor: se titulaba El retrato de Dorian Gray.
Con ese único libro regresó a Momostenango, Totonicapán, cuando comenzó la guerra civil; cuando comenzó la bulla, como decían en su pueblo
La familia de Humberto Ak'abal se ganaba la vida haciendo tejidos de lana de oveja que luego iban a vender a la capital. Era Humberto quien los llevaba. Comienza el viaje al amanecer. Con una antorcha hecha de resina de pino, su madre le alumbra. Cargado el aparatoso bulto sobre la espalda, tenía que cruzar un tronco de árbol sobre un abismo. Su madre le miraba cruzar desde la orilla conteniendo la respiración. Un paso en falso le habría llevado al fondo del barranco. Luego aún tenía que caminar un buen trecho hasta la parada del desvencijado autobús.
Su cojera congénita salvó a Humberto Ak'abal de ser reclutado por los militares; no le salvó de humillaciones. Si le salvó aquel primer libro que tanto miedo le daba, el del rostro desmoronándose: le descubrió la magia de las palabras, que pueden ser testimonio, revelación y conjuro
De Humberto Ak'abal, poeta maya, se acaba de editar en Carmona, al cuidado de Francisco José Cruz, Todo tiene habla, unos poemas que nos devuelven al primer día de la creación. Algunos son pura onomatopeya, la banda sonora del paraíso:
«Klis, klis, klis... / Ch'ok, ch'ok, ch'ok...», comienza «Canto de pájaros»
En otro poema, la luna «busca algún agujero / en las casas de adobes, / entra / y se sienta en el suelo». Abrimos este libro, y a nuestro lado se sienta la luna de Li Po y Borges, la luna del Popol Vuh y la que dibujan los niños. Arde una hoguera. Música de agua, música de la tierra. Todo tiene habla: susurra, canta, cuenta. Y nosotros escuchamos -tzin tzilintziín, tzin tzilintzín- con los ojos muy abiertos.
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